Mi “big bang” con la música empezó con un casete, un TDK para ser más precisos. Los casetes vírgenes eran los que permitían, a principios de los 80, grabar y luego compartir la música editada comercialmente en discos de vinilos. ¿Piratería analógica? Puede ser, también lo veo como un gesto amistoso como el de aquel hermano mayor de un compañero de la primaria en el barrio de Villa Luro que, en algún momento de 1980 o 1981, me grabó y regaló una música de Charly García que marcó mi vida para siempre.
No fue un disco de Serú Girán, la banda con la que Charly estaba haciendo historia en el emergente rock nacional, sino de Sui Generis y más específicamente su primer long play, Vida, de 1971. Es decir, una música que tenía 10 años de antigüedad pero que poseía una cualidad diferente de la mayoría de los temas de Serú. Las canciones que contenía aquel casete se podían llegar a tocar con una guitarra sin que pareciese una empresa imposible.
Fue así que, en séptimo grado, empecé a tomar clases de guitarra con una vecina a la vuelta de mi casa. Fuimos juntos con mi hermana menor, Fabiana. Lo primero que aprendí no fue rock, sino una zamba. No era algo desconocido para mí: en mi casa había varios discos de Mercedes Sosa. Se ve que la profe -que en verdad estudiaba Medicina-, tenía un cancionero y unos libros que ya no encajaban con la música que estaban sonando en los barrios de la ciudad desde hacía un tiempo. De todos modos, me enseño a tocar “Confesiones de invierno”. Así empecé a coordinar acordes en la mano derecha con modos de arpegiar y de rasguear en la izquierda. Era una guitarra a la que le di vueltas las cuerdas porque me enteré que así tocaban los músicos zurdos como Paul McCartney y Atahualpa Yupanqui.
Aunque soy bastante desapegado con los recuerdos personales, me puse a buscar y encontré este cuaderno espiralado en que me propuse armar mi primer cancionero personal, mi “canta rock” escrito a mano.
Tiene una mezcla de tipografías, entre infantil y adolescente, donde se puede leer como portada de un cuaderno:

Es el primero de tantos cuadernos inconclusos y derivativos de mi vida. La falta de número de página para la saga dedicada a Pedro y Pablo se debe a que llegaron otros descubrimientos musicales fundantes: Spinetta, pero también Violeta Parra. Y un poco más adelante, un salto hacia la educación formal de la música con unas primeras clases de apreciación musical que empecé a tomar con Juan Carlos Figueiras.
La primera canción del cuaderno es, efectivamente, “Confesiones de invierno”. Incluye la letra, los “tonos” los acordes y en la última parte el diseño para el arpegio. Me voy a buscar la guitarra y toco. Toco y canto, y me vuelvo a asombrar por lo que hacen mi cerebro, mis manos y mi garganta. Me se la canción de memoria, sale la letra la melodía cantada y el acompañamiento de la guitarra desde una parte sumamente profunda de mi memoria.
Ya pasaron 45 años de aquel aprendizaje, sé que en el inicio de la adolescencia nuestro cerebro es una esponja con altísima plasticidad para aprender y recordar, pero me conmociona percibirlo internamente. Es que se me produce con la canción algo similar a lo que le ocurre al personaje de Christophe, el crítico gastronómico de la película animada “Ratatouille”: se me activan zonas del cerebro muy recónditas. No es solo la canción, es verme a mí mismo en mi casa de la calle Milton, en Villa Luro, es estar en el living, donde estaban el equipo de música JVC (todo un lujo para la época) con su pasacasetera y su tocadiscos. Es verme descubriendo la música que contenía la discoteca familiar. También surge mi cuarto, un escritorio de fórmica marrón y naranja muy del estilo pop de los 70 y ver este mismo cuaderno escribiéndose de a poco en aquel 1982 en que mientras me metía de lleno en la música y la adolescencia el país se sumergía en la guerra de Malvinas y luego en la salida de la dictadura.

“Me echó de su cuarto gritándome/ no tienes profesión” comienza la canción de Charly. Cuando la canté por primera vez me daba cuenta de que esa primera persona del singular, para mí, suponía en verdad un salto doble hacia el futuro: tener o no profesión, pero también que en mi cuarto estuviera una mujer. Por eso “Aprendizaje”, que está también en esta “Carpeta de música” encajaba mejor como una promesa de futuro: “y el tiempo traerá, alguna mujer/ una casa pobre/ años de aprender”.
La guitarra, los cuadernos, las revistas y los casetes. El casete TDK fue una forma de socialización (hoy diríamos viralización) de una música que nos conmovía al punto de estar pendiente de programas de radio en las nuevas radios “FM”, revistas como Pelo y Canta rock para, por ejemplo, comprar el-día-que-el-disco-salía-en-todo-el-país, el álbum despedida de Serú, “No llores por mí, Argentina” y el primero solista de Charly “Yendo de la cama al living” (doble en verdad porque vino con la música que compuso para el filme Pubis Angelical) . También fue la forma de conocer otras músicas “del palo” y aún más allá. Revisando los ejemplares de la Canta Rock que me quedan, me llama la atención cuanta música que no era de rock también fue incluida en sus páginas.
Los fogones de la primavera democrática fueron más multigéneros que lo que se recuerda. Como explico hoy en las clases de “Historia de la música argentina” que doy en la Universidad Nacional de Quilmes, el disco doble “Mercedes Sosa en Argentina”, a pesar de que salió en 1982, es decir aún en dictadura, marcó el comienzo de la democracia musical de nuestro país. En su regreso del exilio, la cantora del folklore subió a su escenario a Charly, Gieco, Piero, Mederos, la nueva trova cubana. Mostró un modo de hacer en común. Cada artista tenía su camino en un género musical determinado, pero se podían encontrar en un mismo escenario reunidos por la inigualable voz y carisma de Mercedes, la gran pachamama de la música popular argentina.
Mi primavera democrática transcurrió en una especie de doble vida musical adolescente. Bailamos y escuchamos los discos de moda, de Los Abuelos de la Nada a los Twists, de Fito Páez a Zas. Por otra parte, cuando iba a escuchar en vivo a Charly su repertorio había dejado de lado lo que había hecho en su etapa de las “bandas”. Salvo, como pude constatar en el monumental libro de Roque di Pietro “Esta noche Toca Charly”, los temas “No llores por mí, Argentina” y “Canción para mi muerte”.
El rock sinfónico pasó a ser un consumo privado y anacrónico: me compraba discos de Yes, Genesis y King Crimson, Rick Wakeman ¡en los 80! Ocurrió que esta música me terminó conectando con la música clásica. Me doy cuenta de que Charly García, que había escapado de un posible destino de pianista clásico, sin embargo, nos había dejado en su propia música la semilla para que otros, pudiéramos ir y venir entre ambos mundos musicales.
“Efecto Beethoven” es el feliz término acuñado en un libro homónimo por Diego Fischerman respecto de muchas músicas populares del siglo pasado que le pedían al espectador un tipo de atención similar al de la “música clásica”. Serú Girán y La Máquina de hacer pájaros me llevaron a ese tipo de escucha en todas las direcciones. Así llegué primero a Spinetta y un poquito más adelante a Piazzolla, Caetano Veloso y el jazz. Desde la música clásica llegué a las vanguardias musicales del pasado siglo y a la composición musical y mucho más tarde al arte sonoro (esta también es otra historia).
Vuelvo a mi cuaderno/carpeta de música y me sorprendo del esfuerzo para escribir claramente y con letra cursiva las letras. Como toda persona zurda, la prolijidad es un asunto complejo a la hora de escribir. Miro también la anotación de los “tonos” los acordes que, en ese momento eran para mí una especie de “caja negra”, algo que tocaba sin saber por qué estaban organizados de ese modo. Y en esa intriga se disparó mi necesidad de aprender música, saber cómo estaba hecha. Ese impulso se produjo gracias a Charly García y sus canciones que recibí copiadas en un TDK. Los temas de Serú eran muy accesibles para iniciarse con la práctica de la música. En cambio lo que pasaba en “La máquina de hacer pájaros” y Serú Girán era tan fascinante como muy difícil de tocar en la guitarra. Tal vez por eso terminaría pasándome poco tiempo más tarde al piano.
Respecto de Charly, me doy cuenta de que el último disco que tengo es “La hija de la lágrima”, que me regalaron para un día del maestro los padres del colegio en el que hice una fugaz experiencia como maestro de música de jardín y primaria en 1992. Ese año comencé a colaborar con notas para la Revista La Maga. García entraba a su etapa “Say no more” y a pesar de que entendí de grande a qué quiso jugar Charly y los sólidos y apasionados argumentos de un nuevo amigo y colega docente en la UBA, Daniel Mundo, en ese momento dejé de seguirlo, pero no de escucharlo y pensarlo.
Hoy es escucha compartida con amigos y con mis hijos y también tema de estudio en las materias que doy en la UNQ y la UBA y fue objeto de un maravilloso y extenso seminario online que dictamos en conjunto con Pablo Semán y un grupo heterogéneo e intergeneracional de fans garcianos de todo el país. Si miro en mis plataformas lo que más escuché, debido al libro que acabo de publicar para Gourmet Musical es “No llores por mí, Argentina”. Difícil hacer un decálogo garciano. Puedo en cambio revisar cuáles son los temas que más estuve escuchando (y a veces analizando) últimamente: Los sobrevivientes, Alicia en el país, Cerca de la Revolución, No soy un extraño, Cuchillos (con Mercedes Sosa), Hipercandombe, Películas, Viernes 3 A.M, La grasa de las capitales. Son músicas de escucha, en cambio cuando me siento con la guitarra, lo que las manos sueltan sin pensarlo son las canciones de mi cuaderno de 1982.