Murió Juan Manuel Abal Medina, un protagonista de tramos decisivos de la historia de Perón y el peronismo


“No fui precisamente un exiliado, tuve que pedir asilo en la Embajada de México en Buenos Aires por el golpe del 76, pero la verdad es que lo hice porque habían intentado matarme un par de veces y no me quedó otra opción, lo cual me convirtió en un desterrado más de la diáspora argentina de entonces”. A modo de amable aclaración, y en las charlas en las cuales se sentía a gusto con sus interlocutores, este hombre que supo ser protagonista decisivo en tramos cruciales de la historia de Perón y del peronismo, solía meter ese bocadillo diplomático, que le daba otra dimensión a su figura, de por sí predominante en la Argentina en llamas de los setenta, en la cual él desarrolló todo su temple de político generador de consensos, porque así entendía la política, como un arte de labrar acuerdos, y no como un juego hostil de suma cero, como se usaba en aquel tiempo de ánimos irritados y con desprecio por las vidas ajenas, dentro y fuera del peronismo.

Juan Manuel Abal Medina (padre), abogado, militante del peronismo histórico y a la vez distante de las roscas de una dirigencia entre obsecuente y arribista, murió a los 80 años, luego de sufrir un crónico problema pulmonar, que lo llevó a vivir sus últimos años prácticamente sin apariciones públicas, con respiración asistida móvil, y rigurosa vigilancia médica. Para quienes sientan apego por las coincidencias de la historia o los simbolismos de la política, se despidió el fin de semana en que coincidieron el Día del Padre y los 70 años del despiadado bombardeo a Plaza de Mayo que, bajo la consigna y el objetivo de la Marina de Guerra de “matar a Perón”, dejó un tendal de muertos civiles en Plaza de Mayo y alrededores.

Juan Manuel Abal Medina.Juan Manuel Abal Medina.

Aunque fue secretario general del Movimiento Justicialista, responsable de mover las piezas de jugadas previamente rumiadas con “el General”, y clave en decisiones históricas, nunca dejaría de ser el gran pater familias de una saga que amaba. Sus hijos Juan Manuel, Santiago, Fernando, María y Paula, “todos peronistas y egresados de la Universidad de Buenos Aires”, diría con orgullo en su libro “Conocer a Perón/Destierro y regreso”, que escribió en 2022, a modo de legado y como testimonio final para la historia y su propia familia, en conmemoración del medio siglo del retorno de Perón a la Argentina, luego del exilio al que lo sometió la Revolución Libertadora.

Una familia católica y antiperonista

Su hermano Fernando, dos años menor, fue uno de los fundadores de Montoneros, jefe del operativo que secuestró y asesinó al dictador Aramburu en junio de 1970, episodio que conmovió al país y astilló su hogar originario. Los Abal Medina provenían a una familia del nacionalismo católico, visceralmente antiperonista, en la que nadie se explicaba la ruta que había tomado Fernando, quien tres meses después sería abatido en una redada policial en la localidad de William Morris, luego de un intenso tiroteo.

En pleno duelo y perplejidad familiar por la elección guerrillera de su hermano, Juan Manuel se acercó al peronismo al año siguiente, de la mano de Antonio Cafiero y de la poderosa Unión Obrera Metalúrgica, en la cual descollaban entonces José Ignacio Rucci y Lorenzo Miguel y de la cual Abal sería su asesor jurídico. Su ascenso fue meteórico. Perón estaba insatisfecho: el tiempo pasaba y su posición en la política argentina no se modificaba. Era un perro ladrador en el exilio: un General sin tropa, un político sin militantes, un estratega sin tácticos a su alrededor. La llama de la Resistencia peronista ya no ardía como antes, sobre todo después del folletinesco regreso frustrado de diciembre de 1964.

A partir de entonces, el jefe justicialista empezaba a sentirse traicionado por el metalúrgico Augusto Timoteo Vandor y su praxis de “un peronismo sin Perón”, que se parecía demasiado a un justicialismo domesticado por los ensayos de cooptación de Onganía y sus epígonos de la Revolución Argentina. Abal Medina llamó tanto la atención de Perón en sus visitas a Puerta de Hierro, el santuario madrileño del peronismo desterrado, que Isabel llegaría a sugerirle algo fatal para la enfermiza celda simbólica que empezaba a urdir un mayordomo que la propia Isabel le había acercado a Perón, el ex cabo policial José López Rega: “Doctor, debería venir más seguido por acá. Al General le hace muy bien verlo”.

Ese joven prudente, de apenas 27 años, gesto circunspecto y seriedad a veces extrema, le acercaba al ilustre exiliado, ávido de aportes inteligentes, ideas claras y audaces sin llegar a la temeridad. Esas capacidades cautivarían muy pronto a Perón, quien por primera vez en todo su exilio sintió que podía confiar en alguien que no sólo le aportara “marchita y bombo”. Además, ya en guerra abierta la juventud armada contra Lanusse y en plena aceleración de los tiempos para el regreso, el apellido de ese joven le aportaba a Perón el escudo protector de la juventud insurrecta.

Perón y su esposa Isabel Martínez, en el exilio en España. Perón y su esposa Isabel Martínez, en el exilio en España.

Abal Medina era todo eso. Y era mucho para un Perón necesitado, que buscaba en su cercanía alguien que lo ayudara a retener la vieja militancia, generar confianza en la clase media desencantada con las experiencias del crónico antiperonismo argentino de entonces, y a la vez enviarle señales a la juventud autopercibida revolucionaria, aunque fuere por portación de apellido: el hombre fallecido este fin de semana descreía de la lucha armada. Y sólo conservaba vecindad con ese sector por la memoria de “mi hermano muy querido”, como le diría a quien esto escribe acerca del modo en que recordaba con el paso de los años al fundador de Montoneros.

Era el hombre indicado, que se cruzó con Perón en el momento justo. Sus orígenes en el nacionalismo católico vernáculo lo acercaron a figuras como el padre Leonardo Castellani, Marcelo Sánchez Sorondo, José María Rosa, Leopoldo Marechal, José María Castiñeira de Dios, el gran poeta peronista, amigo y confidente de Eva Perón. Una galería de la cual nutrió un bagaje intelectual que Perón supo ver antes de sentarlo a su lado y promoverlo a secretario general del Movimiento Nacional Justicialista, designación que serenaba los fuegos que acechaban desde la derecha y la izquierda.

Vivió el ciclo las dos trincheras peronistas de los 70 sin entrar a ninguna de ellas, desde un punto equidistante, no necesariamente neutral. Eso le permitió renegar tanto de los extravíos ideológicos de los Montoneros originarios como de los gérmenes fascistas que darían origen a la tenebrosa Triple A de López Rega. En su libro “Conocer a Perón”, Abal contaría diversas formas de desprecio de Perón a López Rega, a quien solía preguntarle en público cuando quería que no escuchara algo. “¿Por qué no trae un poco más de café, Lopecito?”. También admitiría que, con el paso de los años y la degradación física a causas de sus enfermedades cardiovasculares, llevarían a Perón a necesitar de ese hombre inmesericorde y ávido de poder.

No vino en el histórico vuelo chárter del DC8 blanco de Alitalia, que a las 11.15 del 17 de noviembre de 1972 regresaba a Perón a su tierra: se conformó con una foto a su lado, y a Rucci agitando su paraguas, mientras el General saludaba con esa clásica gestualidad de las horas doradas del poder. Sin embargo, había sido uno de los artífices principales del regreso, sino el principal. Recordaría ese día sin fábulas ni epopeyas: “A Perón no lo trajo nadie. Vino cómo y cuándo él decidió hacerlo. Discrepo de quienes sostienen que fue la juventud de entonces la que hizo posible el retorno, con su ‘luche y vuelve’. No coincido con eso. En el plano personal fue un lujo para mi ver de cerca el accionar de Perón, en ese ajedrez perfecto que le ganó a Lanusse”.

Luego de haber hecho historia, consideró que su misión estaba cumplida: había advertido la fragilidad del jefe peronista y la creciente influencia del antiguo mayordomo que ya era mucho más que un asistente personal. Y decidió dar un paso al costado, para lamento del propio Perón. Su sentimiento y su fibra peronista no cambiarían un milímetro desde entonces. Lo seguiría llamando “mi General” por siempre. Como un peronista “de los de antes”.



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