La nueva historia de Marcelo Birmajer: Ladrón sin destino



Nunca hubiera imaginado, cuando publiqué el cuento de Kung Fu, que la saga de las series continuaría hasta esta misma semana. Cientos de frondosos volúmenes pueden pasar desapercibidos; pero repentinamente, desde la línea más inesperada, surge la llama de la zarza ardiente.

El productor al que le comuniqué mi idea de combinar al Hombre Nuclear, a El Santo, a Dos tipos audaces, a Kung Fu y a Ladrón sin destino, para un largometraje de Hollywood, en el que combatirían contra un villano progresista que quiere conquistar el mundo -previa cláusula en mi contrato de que se excluye cualquier tipo de AI-, consiguió un actor interesado en interpretar a Alex Mundy (Ladrón sin destino), originalmente personificado por Robert Wagner en los años 70.

La única inversión al respecto fue la cena a la que me invitaron en un bodegón oculto de la Recoleta, un sitio que no mentía con su aspecto: yo me esperaba una sorpresa, en ese barrio próspero, tras los manteles de papel, las ventanas grasosas y el televisor encendido en un trípode. Pero así de deprimente era también su gastronomía.

Perico, como se llamaba nuestro Alex Mundy, era lo más alejado al Ladrón sin destino de mi infancia que alguien hubiera podido concebir. Muy alto, con una suerte de cabello entre albino y cano, merodeando los 70 años. Hacía muchos gestos, pero hablaba con calma. Una combinación extraña.

La ensalada que me trajeron era exigua, reticente. El productor y Perico compartían una porción de papas fritas. Parecíamos tres amigos. La única semejanza con la serie, al menos en su traducción al español, era nuestra falta de destino. Mi capacidad ociosa sólo puede compararse con la energía nuclear, volviendo al tema.

“Durante años compré quesos, fiambres y galletitas en lo del almacenero Palomeri”, comenzó Perico. “Señor Palomeri, lo llamaba yo. Fue la primera vez que mis padres me dejaron ir a comprar solo, a su almacén. Palomeri debía tener 25 años, y yo 9”.

“Como seguí viviendo en el barrio y me casé, tuve hijos y me divorcié por esas mismas calles, fui un cliente devoto y constante. Palomeri se había casado con una mujer muy joven, a la que aparentemente rescató de un cabaret. Ella lo quería por bueno, y le había jurado obediencia, a cambio de casa, comida, y el amor sin retorno del almacenero. Podemos decir que fui su cliente ininterrumpidamente durante cincuenta años”.

“Nuestras vidas, la suya detrás del mostrador, la mía en una torre de alta tensión -yo era coordinador del sector técnico de una empresa agro industrial-, no se entrelazaban, pero ineludiblemente sabíamos el uno del otro. En algún momento, Ramona, la esposa, confesó la existencia de un hijo en Venado Tuerto, su ciudad de origen, de quince años, cuidado por su hermana y su madre. Lo llamaba ‘un hijo del destino’. Lo quería junto a ella. El señor Palomeri lo adjuntó a su santuario de fresco y batata, entre hijo y nieto”.

“Una tarde de mayo, fría, yo ya divorciado, fui a comprar quesos para unas empanadas que cocinaría mi hija. Compré también galletitas, polenta, un sachet de salsa portuguesa.

“Cuando estoy por subir a casa, un PH, descubro que me olvidé de comprar las tapas de empanada. No era un olvido azaroso: en casa había un solo paquete. La confusión devenía de que debía comprar algo más de lo que ya tenía. Dejé las bolsas en el umbral y regresé, poco antes de que cerrara, a comprar las tapas de empanada. En el mostrador atendía Ramona, ya promediando la cuarentena, siempre atractiva y discreta. No habían tenido hijos propios, excepto el de Ramona con el destino, Tony.

“Como de una trastienda o bambalinas, atravesando las viejas cortinas de cintas de plástico, aparece Palomeri, furibundo, mirándome mal”.

“Me quedo observándolo. ¿Qué pasó? ¿Un problema de salud? ¿Quizás ladrones en el fondo del local? ¿Una alimaña? Pero no”.

“-Usted se llevó dos quesos sin pagar -me espeta Palomeri-“.

“-Puede ser -digo sin pensar-“.

“Repaso mis movimientos. Efectivamente, compré galletitas. Compré polenta. Tenía dos bolsas. Estaba pensando qué me faltaba comprar. Metí los quesos en una bolsa y solo pagué la otra bolsa”.

“-¿Cuánto es? -pregunto con calma-“.

“-Están las cámaras -me dice Palomeri-. Se los llevó sin pagar”.

“La mención a las cámaras me inquieta. Cuarenta años de cliente. Palomeri cree que intenté robarle dos pedazos de queso. Yo no lo puedo creer.

“- Señor Palomeri -le digo como cuando yo era un niño de 9 años-. ¿Usted cree que yo le robé dos pedazos de queso, y regresé, cinco minutos después?”.

“Ramona mira demudada a su marido. Palomeri me clava los ojos.

“- Usted sabrá -me dice”.

“-¿Cuánto le debo por los quesos?”

“- Los llevó sin que pueda ver el precio -apunta, parco-. Están las cámaras.

“- Se los traigo -le ofrezco.

No -replica Palomeri, adusto-. Ya estamos por cerrar. Piense usted cuánto costaban.

“Le pago un poco más de lo que valían los dos quesos. Y no volví nunca más”.

-Ladrón sin destino -reconozco-. Una historia interesante, pero no lo suficiente como para llegar a la pantalla grande. Alex Mundy necesita algo más.

-No termina ahí -interviene el productor-.

-Finalmente me alejé del barrio. No por Palomeri. Romances, rupturas. Igual que en su cuento un compañero se entera de que murió su rival, hace dos meses me entero de que murió Palomeri.

-Era mayor -recapitulo-. Era lógico.

-No, no -me detiene con un gesto de la mano, a su vez manteniendo en vilo la cuchara del flan-. Se pegó un cohetazo. Una bala en la cara.

-No. En rigor, trató de matarme.

-¿Cómo? -pregunto estupefacto-.

-Se lo contó Ramona a los vecinos, en el velorio. A mí no, porque no fui. Pero esas noticias llegan, aunque uno se mude al otro barrio. Tony no era el hijo de Ramona, sino el amante. Se habían conocido en una escuela rural, donde ella fungió durante unos meses de maestra, gracias a un favor que le debía el director. Allí quedó obnubilada por el muchacho, el único hombre, cuando llegó a tal edad, por el cual se sintió perdida. Entre ambos, desvalijaron a Palomeri: la casa del fondo, el almacén, los ahorros. Por medio de firmas y vulgares escamoteos, se quedaron con todo.

Fatalmente Tony se mandó a mudar y desertó también a Ramona, que permaneció junto al marido, en la casa de los padres de Palomeri, su último refugio. Nonagenario, Palomeri compró un trabuco para ultimarme por los dos quesos que yo le había robado. Practicando en el jardín/baldío bajo cuya maleza reposaban los huesos de sus padres, le salió el tiro por la culata. Literalmente. Ramona no estaba en la casa, varios vecinos lo confirman. Otros tantos vecinos dan fe de que Palomeri nunca me perdonó los dos quesos robados. Una y otra vez amenazaba que en cuanto pudiera, me mataría”.

-Ahora sí es una historia espectacular -reconocí-. Pero no entiendo cómo podríamos concatenarla con Alex Mundy.

-Es como la Escuela del Método de Lee Strasberg -explicó Perico, que demostró haberse preparado para la ocasión-. A diferencia de Mundy, a quien atrapan como ladrón y lo obligan a trabajar para el gobierno; a mí me acusan de ladrón sin haberlo sido. Para indemnizarme, me ofrecen ser ladrón por causas justas. El único crimen perfecto es el crimen sin culpa, dirá mi contratista gubernamental, en el preámbulo del primer capítulo. Sería la introducción de cada episodio.

Es un largometraje -le recordé, dubitativo-.

Perico interrumpió mi cavilación.

-Además -agregó señalándose, y llamando al mozo para pagar la cuenta- , doy el physique du rol.

Yo pago mi parte -dije, y agregué a mi vez:



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