La voluntad de protestar. Eso les voy a dejar a mis hijos de herencia. Lo suelo decir en broma, a menudo, pero tiene un trasfondo escrupuloso. Me enerva cuando hay que ser condescendiente con alguien -en teoría especialista- que hace las cosas mal y uno termina pagando. Lo sé: errar es humano y hay que comprender, si no hubo mala intención. Pero a veces no alcanza: uno siente que te hablan con autoridad y luego aparece algo ¡inesperado! que cambia el panorama. A cantarle a Gardel.
Con el auto me pasó más de una vez. En el concesionario oficial de un cero kilómetro me decían que si me iba de vacaciones desconectara la batería, que por eso se descargaba rápido. A mí, que sé de mecánica tanto como del Pleistoceno, me sonaba raro. Pensaba: “tantos chirimbolos inútiles que le ponen al coche y uno no se puede ir de vacaciones sin hacer esta pirueta”. Tiempo después cambié de mecánico -el service de marca por un hombre con calle- y se rio. Y siguió riéndose. Eso, hermano, sólo si te vas muuuuucho tiempo. Olvidate. Mientras, yo pensaba en el tiempo que había malgastado entre valija y valija.
Pero creo -estoy seguro- que no hay bronca superior a sentir que te toman el pelo. Se vincula con la mentirosa cultura corporativa: llamás a la empresa de agua, de teléfono, de cable. A la aerolínea. A la municipalidad. Al servicio al consumidor del pan lactal. Poco importa cuál, el modelo es idéntico. Luego de elegir entre cincuenta opciones, entramos en una infinita cola de espera que nos dice cuán importante es nuestra llamada. ¿Pero si es importante por qué no ponés más gente a atender? Al final te sugieren que consultes con su bot -de nombre original, eso sí- que en época de inteligencia artificial galopante es de una ignorancia e incapacidad ulcerantes.
¿Qué nos queda? Estamos indefensos. Alguna vez soñé que un político prometía, si ganaba, implementar que una consulta debía ser respondida en tres minutos, so pena de multa o inhabilitación. Pero lo mío peca de ingenuo: demasiado pedir, creo.