un caño que gotea transforma una linda semana en una pesadilla


Lunes. Abro los ojos al amanecer y un tenue rayo del sol de otoño llega hasta mi almohada. Ese milagro me llena de un repentino entusiasmo vital y salto de la cama decidido a cumplir todas las promesas, las que me hice el fin de semana y aun en los últimos diez años. Pongo la cafetera al fuego y me meto al baño a lavarme y cepillarme y perfumarme para estar despejado, limpio y proactivo. Pero cuando le estoy dando el último retoque a mi peinado, ese pequeño jopo que nunca descuido, por el rabillo más traicionero del ojo noto (no noto, veo) una gota colgando en la punta del flexible de la canilla. Y en el piso, un pequeño charco. Como ayer; en realidad como cada día de los últimos dos meses. Meses en que hice la vista gorda a la gota o pensé que por arte de magia iba a dejar de caer. Pero la magia no aconteció, más bien lo contrario: la mancha en el piso se fue haciendo cada día más grande, lo que indica que la pérdida o pinchadura del flexible es cada vez mayor. Sin dudas. Pero basta de dar vueltas, digo con el entusiasmo propio de esta mañana especial: hoy lo arreglo, qué tanto. Después del mediodía, cuando vuelvo de dejar a mi hija en la escuela, arreglo la canilla y luego retomo las demás tareas. ¿Cuánto me puede llevar aflojar dos tuercas y cambiar un cañito de goma revestido en metal? ¿Diez minutos? Quince a lo sumo.

Antes de cocinar para mi hija y prepararla para ir a la escuela, me hago una escapada hasta la ferretería y compro todo lo necesario. No dejo nada librado al azar, así, cuando llegue el momento, todo estará donde debe. Y en efecto, así es. Voy a la escuela, vuelvo y decido empezar por la tuerca de arriba, la que conecta con la canilla, que cede sin problemas. Después paso a la otra, la que conecta el flexible con el caño embutido en la pared. Esta no es tan dócil. Hago más fuerza, no pasa nada. Pruebo con otra llave, idéntico resultado. Antes, mucho antes de alterarme, revuelvo la caja de herramientas y saco todas las llaves, pinzas e instrumental de ajuste que pueden ayudarme en la tarea, que, en principio, sabemos, tampoco debería ser tan complicada: aflojar una tuerca. Que no afloja. Le pongo WD40 y vuelvo a intentar. Nada. No siento que el humor de esta mañana se haya evaporado, no puedo darme cuenta de eso porque estoy metido de lleno en la situación y todavía pienso que la puedo resolver. Y seguir disfrutando de la maravilla de estar vivo, en el aquí y ahora. Agarro una pinza pico de loro y con toda la fuerza que heredé de mis ancestros alemanes del Volga le doy: la pinza zafa por el exceso de lubricante y me da de lleno en la punta del dedo. Duele. El dedo duele, late, y la tuerca sigue allí, firme, inamovible como el Himalaya. Lo intento una vez más: cierro los ojos, aprieto, trato de hacer girar. De pronto siento un chorro de agua en la cara. Miro y veo, ¿qué veo? Veo que la manguera del flexible se cortó pero la tuerca no aflojó. ¿Y ahora?

Ahora tengo el baño inundado, una pinza inútil en la mano, un caño roto y ni idea de qué hacer para resolverlo. Trato de ser frío por un instante y razonar. Cerrar la llave de paso, eso. ¿Y después? Después aceptar rápidamente y sin rodeos que no estoy capacitado para resolver el problema y llamar a un profesional. Un plomero, en este caso. Le pregunto a Karina, mi mujer si ella conoce. No conoce. Pregunto en los grupos de WhatsApp de mis amigos más cercanos. Conocen pero no son confiables, no me los recomiendan. ¿Qué hacer? Tengo que resolverlo ya, no puedo quedarme sin agua y además hay una montaña de trabajo esperándome. ¿Preguntar en las redes? Mientras me debato, me acuerdo que hace unos años llamé a un plomero del barrio que no solo vino, sino que arregló bien y no cobró tan caro. Golazo. ¿Cómo se llamaba? Busco en la agenda del teléfono la palabra “plomero”. ¡Mario! Mario, el plomero. Le escribo a Mario, Mario querido, por favor es urgente. Mario me responde, no enseguida pero al rato me responde. Me dice en un audio que va a hacer todo lo posible por llegar a última hora, que está en medio de un trabajo grande. Complicado, dice. Estoy complicado. No tengo alternativa, le pongo una manito de okey.

Plomero. Los caños que se convirtieron en pesadilla.Plomero. Los caños que se convirtieron en pesadilla.

Las horas pasan y Mario no viene ni llama ni manda mensaje. Decido escribirle, Mario, son ya las 19, ¿creés que llegarás? A las 20.30 recibo su respuesta: disculpame, no llego, paso mañana a primera hora. Me viene a la boca un torrente de insultos, pero logro controlarme. Pienso en preguntarle cómo hacer para no quedarme sin agua pero decido encararlo solo. Lo primero que se me ocurre es un tornillo envuelto en teflón. Pruebo, parece que puede funcionar, hago los ajustes necesarios: funciona. Bendito sea Dios, que aguante hasta mañana. Gotea, pero no es una tragedia.

Ley de Murphy. Terminó el problema del baño y empezó a lloverse el techo	Ley de Murphy. Terminó el problema del baño y empezó a lloverse el techo

Martes. Desde temprano espero el mensaje de Mario, que se hace rogar como novio lindo. La mañana se va sin novedades de su parte. A las 14 llega un mensaje en el que me dice que está complicado (estar complicado parece ser el leitmotiv de su existencia), que a las 16 sale para casa. A las 17 no hay novedades; a las 18 me dice estoy yendo. A las 19, por fin, llega, se agacha frente a la canilla, saca una pinza, intenta un movimiento y da su veredicto: imposible, tengo que venir con el soplete y calentarlo, esto así no va a aflojar. ¿Y cuándo podrías?, pregunto. Mañana a primera hora. ¿Seguro? Sí, quedate tranquilo.

Miércoles. Mario no llega a primera hora, tampoco en lo que resta del día, que se va sin novedades de su parte.

Jueves. A las 9 de la mañana Mario me pide disculpas, me cuenta que su día anterior fue un caos lleno de complicaciones y agrega hoy sin falta voy, a las 12 estoy ahí. Ok, te espero. A las 15 me manda un mensaje: saliendo para allá. Llega finalmente a las 16.30 con el soplete a cuestas. Despliega en el piso del baño un arsenal de herramientas, le digo cualquier cosita estoy al lado trabajando, me encierro en mi escritorio y trato de concentrarme en el armado de mis clases. Ni bien me siento, empiezan los golpes de martillo. ¡Pum, pum! Junto con los golpes, la voz de Mario, que habla solo, reflexiona, expresa sus pensamientos en voz alta. Está complicado, dice. Mmm, esto es peor de lo que pensaba, dice también. Y golpea. Yo intento retomar la lectura del texto de un alumno. Mario golpea más fuerte. Uhhh, dice, ahora sí se complicó. Me levanto y voy a ver. ¿Qué pasó? Pinché un caño, dice Mario, voy a tener que romper más y reemplazar esta parte. El alma (o ese lugar del ser donde está localizado nuestro centro) se me desploma. No te preocupes, dice Mario, hoy lo resolvemos. Y agarra otra vez el martillo. Yo vuelvo al escritorio, sin ánimo de nada, pero igual hay que seguir. Como Mario, que sigue golpeando y hace temblar los cimientos de la casa. Y habla solo. Dos minutos más tarde, escucho: ¡noo, ahora sí estamos en el horno! Salgo eyectado de la silla y caigo al lado de él, ¿y ahora qué pasó?, digo. Lo veo con un caño en la mano: mirá, me dice, se rompió todo; son caños viejos, apenas los tocás se parten. Pero ahora qué hacemos. ¿Podrías quedarte sin agua hasta mañana?, dice Mario. No le respondo, no me dan las fuerzas. Él se me adelanta: dejame ver qué podemos inventar.

Mario me pide lápiz y papel y me dice que tome nota: me dicta una lista de materiales. Si los conseguís hoy y la suerte nos acompaña, quizás lo podemos resolver. Salgo corriendo a buscar ferreterías. Consigo todo, vuelvo, Mario se pone a trabajar y yo a rezar. Bah, no a rezar, me encierro en el estudio y trato de aprovechar algo del día, ya sin ninguna esperanza de cerrar ningún tema, pero aun así. Finalmente, tarde ya, una hora y media después, Mario me llama y me dice que él cree que el trabajo quedó. Qué significa que creés, le pregunto. Que hay que revisarlo, dice. Yo te lo dejo así, vos fijate si pierde. Está bien. Lo que sí, agrega, con toda esta complicación vamos a tener que recalcular el presupuesto que te pasé antes. No hay problema, ¿cuánto es?

Mario se va, dejando tras de sí una espesa nube de polvo que se ha depositado sobre todos y cada uno de los accesorios y productos del baño, sin discriminar entre champús, cremas de enjuague, afeitadoras, cepillos de dientes o toallitas desmaquillantes. Y en el resto de la casa también, todo quedó cubierto de un polvillo blanco. Hay mucho para hacer. Mientras Karina se encarga de la cena, yo me pongo a limpiar, paso el trapo, limpio una por una las botellitas, me agacho, me incorporo, voy, vengo, me apuro, esto no puede quedar para mañana.

Son las once de la noche del jueves. Estoy cansado, tengo hambre, por fin me llaman a comer. Ya está, me digo, terminó el día. Cerramos acá. No alcanzo a decirlo que se larga a llover. Bendita lluvia, pienso, ideal para un buen descanso. Y así me voy a la cama, con cierto optimismo renovado que, teniendo en cuenta los últimos días que viví, no es poco.

Antes de apagar la luz, me rasco el ojo derecho. A las cuatro de la mañana, me despierta un trueno y un intenso ardor en el ojo.

Trato de retomar el sueño.

A las cinco y media de la mañana me despierta la lluvia, que ya es torrencial y no para de crecer, decidida a arrasar con todo. Me levanto y abro la ventana que da a la calle: las cosas flotan, un remolino en la boca de tormenta de la esquina se traga bolsas de residuos, ramas, restos de cosas que alguna vez fueron útiles. El ojo me arde, me miro al espejo, está hinchado, posiblemente sea el preludio de una infección. Decido volver un rato más a la cama, pero mientras avanzo en esa dirección siento de pronto una humedad en los pies. Miro hacia abajo: agua. Miro hacia arriba, hacia el techo: chorrea agua por la pared. Voy hasta el rincón, todo mojado. La canaleta rebalsó, o se agujereó, o quién sabe. Lo cierto es que está entrando agua, mucha, muchísima agua.

Ya no podré volver a dormir.

En un rato, a eso de las nueve para no molestar tan temprano, le escribiré al techista para preguntarle cuándo puede venir.

Pero no conozco a ningún techista.



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