Platense, el equipo que esperó 120 años para salir campeón y lo logró a 1000 kilómetros de su casa


Habría que medir la influencia en la atmósfera de la energía que nace de la ilusión. La semana en Santiago del Estero comenzó con temperaturas bajo cero y el día de la final amaneció algo más templado y, claro que hay argumentos meteorológicos para explicarlo, pero la verdadera razón se debe a las 30 mil personas que viajaron desde Buenos Aires con la alegría de quien llega al último escalón, el deseado.

Que desgracia que uno solo, una parte de toda esa gente que templó esta ciudad, haya acuñado un momento tan feliz después del partido. El que vuelve sin nada de toda esa energía que trajo, no merecía regresar tan vacío. Pero así es el fútbol, o mejor dicho las finales: uno gana y otro pierde y el que la ganó fue quien más la buscó.

El primero es romper esa ilusión que tenían todos los hinchas, independientemente del color de camiseta, fue Yerba Brava: la banda de cumbia tocó en vivo, metió un enganchado de hits propios y ajenos, pero antes de terminar dijo: “esta que viene la cantan solamente los campeones, así que hoy la canta el que sale campeón”. Todos lo sabían, pero no por obvio estaba tan claro. “¿Y si no somos nosotros?”, se habrá quebrado el más esperanzado en un baño de realidad.

Tal vez por eso mismo el gol más importante de la historia de Platense, el de Guido Mainero, no despertó un desahogo en la cabecera Sur. Fue un grito de gol algo tímido, como si el más confiado de los hinchas de Platense ahora dijese: “¿esto es real?”. Lo soñado estaba al alcance de la mano. A los 18 minutos empezó otro partido, el de aguantar ese resultado todo lo posible, hasta que no le quedara más tiempo al partido y tan lejos de casa.

Platense comenzó el festejo en Santiago del Estero y desató otro en Vicente López.
Foto: Marcelo Carroll Platense comenzó el festejo en Santiago del Estero y desató otro en Vicente López.
Foto: Marcelo Carroll

Es verdad que resultaría difícil explicarle a un extraterrestre lo que motivó trasladar 1.000 kilómetros a 30 mil personas desde prácticamente el mismo sitio, para jugar un partido de fútbol. Pero es muy fácil ubicar esa desmesura en el contexto de una final: la distancia, el viaje y todo lo que encierra la volvieron épica antes de que se jugara. Sí, tal vez hubiese sido más lógico una cancha neutral más a mano de ambos, como la de La Plata, pero el fútbol no es juicioso.

Mariano Iúdica, que ofició de animador de la previa que comenzó tres horas antes del inicio, lo dejó claro. Fue la única vez que no gritó -¿por qué grita de esa manera?- y aclaró “esta es una final de dos equipos de barrio”. Los santiagueños que vieron peregrinar por su ciudad a 30 mil personas también lo aprovecharon: la secretaría de Turismo estimó que el aluvión porteño regó más de 5.000 millones de pesos, solo en el circuito formal de gastronomía y hotelería. Los gazebos y parrillas en la vereda junto a mantas con pilusos y banderas, también inyectan dinero en la economía informal.

Los cinco minutos adicionales a los segundos 45, fueron eternos para los hinchas de Platense que cuando lograban salir del pánico escénico despabilaban al de al lado para seguir una canción y alentar a los de adentro, explicarle en canciones que no estaban solos. A los de Huracán, en cambio, se les escurrieron rápido.

Cada segundo pasaba con la velocidad de una milésima y un pase atrás para buscar el espacio arrancaba cualquier cosa menos aliento. Pasaron los cinco minutos, largos para unos y breves para otros, y el espacio temporal se unificó como un rayo. De pronto, los jugadores de Huracán miraron el suelo y los de Platense corrían a las tribunas.

Como hinchas, los jugadores festejaron su título. Foto: Marcelo Carroll Como hinchas, los jugadores festejaron su título. Foto: Marcelo Carroll

Algunos caían en el camino. Se desplomaban en el suelo, se abrazaban y lloraban. Se buscaban para decirse esas cosas que salen cuando al alma le queda chico el cuerpo que las contiene. Y en la tribuna lo mismo. La felicidad tiene una manera especial de condensarse en lágrimas y liberarse con ellas sin control.

El cuerpo retumba como si algo lo atravesara y existiese la necesidad de abrazar al de al lado con la misma fuerza que le gustaría hacerlo con aquel que no está -no por haberse quedado en Buenos Aires- y se lo extraña tanto que las lágrimas se vuelven indomables.

La final también enseña que las lágrimas son como la lluvia que moja distinto. En Huracán también hubo lágrimas. Diferentes. De rabia, de frustración, de tristeza. Deberían haberse llevado un aplauso de camaradería: dejaron el estadio en silencio, sin enojarse y casi que dejando toda la escena para los rivales que putearon durante todo el partido. Acaso ahí también está la grandeza que recurrentemente reclama Huracán.

Todavía suena el silbato final y Orsi corre a festejar. Foto: Marcelo Carroll Todavía suena el silbato final y Orsi corre a festejar. Foto: Marcelo Carroll

De apoco, la misma ciudad que súbitamente se llenó de hinchas comenzó a vaciarse de extraños. Ayer hubo festejos en un rincón del país que ningún hincha de Platense hubiese imaginado como epicentro. Pero así son las cosas.

El festejo fue interminable. Como si hasta los protagonistas tuvieran la necesidad de confirmar en acciones que todo esto no se trata de un sueño, que es real. Después de un interminable festejó en la cancha, con fuegos de artificio, papelitos y una entrega de medallas y alzamiento de la copa que volvía todo cada vez real y a la vez, mágico.

El intento de sobriedad de la conferencia de prensa de los entrenadores campeones fue inútil. La dupla fue recibida con aplausos en la sala de conferencias y como pudieron cada uno intentó responder, con la cabeza puesta en cualquier otro lado, menos delante del micrófono y tantos periodistas, cámaras y flashes. Lo más acertado fue lo que hicieron los jugadores, que irrumpieron con un bombo y bebidas espumantes que agitaron para bañar a todos.

Y otra vez el tiempo comenzó a conjugarse distinto para el mundo Calamar: los de Santiago querían estar en Vicente López para encontrarse con los de allá. Y los que festejaban en Buenos Aires, soñaban con sentir lo que se vivía en Santiago y todavía no podían creer.

Gómez, emocionado, en familia. Foto: Marcelo Carroll Gómez, emocionado, en familia. Foto: Marcelo Carroll

Sebastián Ordoñez, el presidente de Platense, estuvo a punto de perderse la mejor noche de su vida debido a una prohibición para ingresar a los estadios por un derecho de admisión en su contra después de ser denunciado por el Ministerio de Seguridad nacional por revolear una botella contra un vidrio, en el palco de la cancha de San Lorenzo que ocupaba con otros dirigentes.

Según los funcionarios, esa acción contribuyó a agitar los ánimos de los plateístas del Ciclón y la acción le valió la prohibición de concurrencia. Desde el club trabajaron para intentar levantar la sanción y llegaron sobre la campana. Finalmente, horas antes del cruce con el Globo, le levantaron la sanción al directivo que pudo estar en el Madre de Ciudades.

Ordoñez, que comandó al club al club a dos finales -la de ayer y la de 2023-, además tendrá a partir de hoy una tarea fundamental: intentar que no se desarme el equipo. El Calamar ya se aseguró su participación en la próxima copa Libertadores.

Cuando el Madre de Ciudades quedó en soledad, la ciudad volvió a juntar a los hinchas de uno y otro equipo. Lo que en la mañana era una convivencia simpática, lo siguió siendo por la noche pero las caras delataban a unos y a otros, aunque no tuvieran camiseta. El fútbol también permite eso: el ánimo es imposible de disimular.

De algún modo todos, los de Huracán y Platense llegaron a esta ciudad para entender la chacarera. “Cuando salí de Santiago, todo el camino lloré, lloré sin saber por qué; pero si les aseguro: que mi corazón es duro, pero aquel día aflojé”, canturrearon todos. Los que volvieron felices y los que no.



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