En 1987, sin haberlo planeado, me convertí en padre soltero. Podría decir que nos separamos sorpresivamente, pero sé que eso no existe. Solo hay señales que uno no ve, o elige no ver. Nuestro hijo tenía seis años cuando ella se fue de casa. En ese entonces, era poco frecuente que un chico tan chico viviera con su padre. Pero ese fue nuestro arreglo. Recuerdo con nitidez esa sensación: la vida sin mi hijo me parecía imposible. Nuestros objetivos de vida habían cambiado drásticamente, y lo mejor parecía ser que cada cual siguiera el curso de sus deseos.
Comparecimos ante el juzgado de familia para formalizar el divorcio.
—Aquí dice que el menor queda viviendo con el padre —dijo el juez—. Y eso no es común.
Por un instante, temí que la ley no comprendiera la situación. Toda la legislación favorecía a la madre. Pero ella, que en un comienzo había dudado, no quería quedarse a cargo de la crianza, y yo sí.
—Que no sea común no quiere decir que esté mal —agregó el juez—. Aquí se ven muchísimos casos de madres que se quedan con los hijos por imposición social, y luego esas familias viven vidas infelices. Vuelven una y otra vez a este juzgado.

Alivio. En esa época, ser padre era como ser una madre sin derechos. Pero ese juez, afortunadamente, interpretó con criterio y experiencia. Por primera vez, sentí que la ley me daba una oportunidad.
Hay una escena que aún hoy puedo ver como si la hubiese filmado una cámara cenital: mi hijo y yo tomados de la mano, mientras ella se alejaba por el pasillo con las maletas. Luego, al cerrarse la puerta, nos miramos. Ahí entendí que los dos sufríamos, pero que yo era el papá. Y tenía que poder llevar las cosas adelante. Esa noche nos quedamos viendo unos episodios de “El Zorro”, grabados en casetes de VHS.

Al principio tenía una mezcla de entusiasmo y temor. Hacía solo cuatro años que el país había vuelto a la democracia. Tal vez esa bocanada de aire fresco te hacía sentir que cosas diferentes eran posibles. Todavía se pensaba en familias convencionales. Y yo, como padre soltero, sentía que se me miraba tanto con admiración como con sospecha.
Afortunadamente, mis condiciones económicas me permitían tener una empleada. Era fanática de “Grande Pa”, la serie donde Arturo Puig criaba solo a sus tres hijas. La verdad, fue quien mejor tomó la situación. Se abocó a cuidarlo de un modo especial, a mimarlo diría. Le debemos mucho.
Las primeras en ponerse a disposición fueron las mamás de la escuela. Eran muy críticas con ella —diría malas—. Con el paso del tiempo, pasaron a considerarme como una más. Una confiable. La que había pasado por la disyuntiva de ser o no ser, y eligió ser, aunque eso lo cambiara todo.
Lo de los amiguitos que venían a casa se incentivó. Las reglas se flexibilizaron. Se podía jugar al fútbol en el living, y en las guerras de soldaditos metíamos efectos especiales espectaculares.
A veces oía que me llamaban “padre y madre”. Y eso no me gustaba. Yo era un papá. ¿Por qué no reconocer que nosotros también podemos hacerlo? Soy arquitecto, y en esa época estaba haciendo unas obras en San Isidro. Nosotros vivíamos en Palermo. Llegué a tener a mi cargo treinta y cinco operarios, en la compleja dinámica del cumplimiento de plazos y calidades. No había celulares, pero teníamos teléfono de línea en el obrador, y ahí recibía los pedidos de auxilio. Si mi hijo tenía fiebre, si la empleada tenía fiebre, si la escuela cerraba por alguna razón… lo que fuera, había que suspender todo y regresar. Más de una vez dibujé detalles constructivos en el banco de una plaza, mientras él jugaba con algún amiguito. La arquitectura tiene algo parecido a la crianza: ambas requieren paciencia, previsión y, sobre todo, cierta tolerancia al caos.
En lo cotidiano continuamente se abrían frentes de lucha, como los piojos que hacían estragos. Aprendí a lavarle la cabeza con Nopucid y a pasarle el peine fino, pero era una guerra perdida desde el comienzo. Lo mejor era cortarle el pelo bien corto: todos los chicos llevaban el corte al ras. Él decía que parecía un comando y yo acariciándole la cabeza le decía que era “el niño cepillo”. Otro desafío eran los disfraces, a veces los hacía la abuela materna y quedaban espectaculares. De no ser así había algo que no fallaba, pantalón negro, camisa blanca y capa negra, con esa base se podían hacer un montón de vestimentas. Las mamis se lucían maquillando a los pibes con delineadores, rubores y otros cosméticos, nosotros resolvíamos todo con un corcho quemado, después de todo casi siempre eran bigotes, barbas, o cejas los que había que resaltar.
Las primeras vacaciones las pasamos en la playa con mi hermana, su marido y sus dos hijos. Nosotros desentonábamos un poco, había una ausencia. Sin embargo, mi hijo y sus primos las recuerdan como las mejores de sus vidas. Hay una foto hermosa donde estamos los dos construyendo un castillo de arena, o más bien un monstruo de boca enorme con los ojos resaltados por dos caracoles. Iba a ser el castillo de Grayscull pero quedó así, como una obra artística extraña. Esa tarde nos quedamos todos jugando a la pelota en la arena hasta que oscureció.
Aún hoy me emociono cuando veo en National Geographic cómo, en algunas especies, el macho defiende a la cría con su vida. Éramos esa dupla: un papá y su cachorro. Mi rol era acompañarlo hasta que pudiera valerse por sí mismo. La crianza de un hijo, por más épica que parezca, es imposible sin la paciencia de ambos y la ayuda de los demás.
Pero también había una vida que pasaba fuera de ese ecosistema, y yo intentaba no perdérmela. Debo decir que, por un buen tiempo, las mujeres me daban miedo y si a veces me animaba a ir a algún encuentro social, sentía que debía aclarar demasiado pronto que vivía con mi hijo como si al decirlo tuviese que dar explicaciones. Es increíble, pero todo —incluso volver a confiar— requiere su tiempo. Yo tenía entonces treinta y cinco años, no era feo y, de algún modo, podía resultar interesante. ¡Cómo entiendo a las madres separadas cuando dicen que les cuesta volver a formar pareja! Es que sos un combo, y no se trata solo de que te guste a vos: tiene que encajar con tus hijos. Puede haber postergación, sí, pero era lo que uno elegía. No me arrepiento. ¿Cómo explicarlo? Cuidar, criar… son cuestiones que se sienten o no.
—¿Por qué hay dos tazas? —preguntó inquieto una tarde al volver de una salida con su madre.
Eran las tazas con las que mi novia y yo habíamos tomado café. La había conocido mientras me hacía una extracción de sangre. Ella trabajaba como hemoterapeuta mientras estudiaba psicología. Fue algo intuitivo, casi inmediato. Por primera vez en años, una mujer volvió a despertarme interés.
Admirables esas mujeres que se bancan esos primeros momentos en los que la preocupación y la melancolía van mutando al entusiasmo. Hicimos una salida los tres, un picnic, y aún hoy conservo la imagen hermosa de verlos jugar a la pelota. Ahí terminé de enamorarme. Me sentía tan contento. Puede parecer una tontería, pero fue un descubrimiento: una mujer que no es la madre biológica puede generar, con su presencia, algo distinto al amor supuesto de los rangos biológicos. Sin acción, el amor y los rangos no sirven de mucho.
A los once años me dijo que quería estudiar en el Nacional Buenos Aires como dos de sus compañeros. ¡Tremendo desafío!
—Yo voy a poder hacerlo —creo que fue lo que dijo cuando le advertimos de la complejidad.
Nos organizamos, armamos una rutina y nos pusimos manos a la obra. Durante dos años estudió en una academia, y nosotros, porque ya convivíamos, lo acompañamos. Ingresó y le fue bien hasta que, en segundo año, se llevó ocho materias. Tenía catorce años, la edad de plantearse y cuestionarnos a su mamá y a mí. Pero estaba la cuestión concreta de que podía quedar libre. Fueron tres meses de estudio sin un solo día de descanso. Los profesores particulares y los amigos que lo ayudaban hacían cola para entrar y salir de casa. He ahí su epopeya: no fue terminar sexto año en un colegio tan exigente, sino aprobar ocho materias en tres meses. Fue ese año en que comencé a creer que no estaba haciendo las cosas tan mal. Es que la pregunta “¿estaré haciendo las cosas bien?” te acompaña durante toda la crianza. Noté también que ya no dependía tanto de nosotros. El niño se iba convirtiendo en adolescente, y si bien fue una etapa compleja, no lo fue más que otras. Luego vinieron la emancipación y sus propias decisiones en la carrera que eligió, publicidad y la comunicación.
Desde hace unos quince años, nos vamos los dos solos, tres o cuatro días, a algún lado. Son días en los que comenzamos a hablar cuando nos encontramos y no paramos hasta que volvemos. En esos viajes lo veo disfrutar como un sibarita, no importa adónde vayamos, siempre hay algo que le llama la atención, o una comida que quiere probar. Yo soy más prudente para las comidas raras, pero a él le encantan. Llevamos naipes, cubilete y ajedrez, ya se sabe, los juegos son competencias. Por ahora vamos parejos, aunque diga que yo hago trampa. Ahí te das cuenta de que, por más que él ya sea un hombre, a un hijo le hace bien hablar con su padre, y a un padre, volver así a estar muy cerca de su hijo.
Y así, hoy, tantos años después, ese chico que me preguntaba por las dos tazas está a punto de ser padre. Se lo ve tan entusiasmado viendo con su pareja las ecografías o hablándole a su hija a través de la panza de la mamá. Lo escucho, lo observo, y en ese entusiasmo suyo hay algo que me redime. Tantas veces que temí no estar a la altura, hoy me descubro dándole consejos que nunca pensé que daría y que creo que él no necesita. Es un círculo que parece cerrarse pero que simplemente se vuelve a dibujar en el aire. Después de tanto camino, creo que la paternidad no es un rol ni un mandato: es una forma de estar, de elegir y de quedarse.